La invitación a escribir para Mundos Íntimos no llegó en una tarde cualquiera: recibí el mensaje justo el día en que falleció mi abuela. Quizás no sea más que una casualidad, pero decidí considerarlo como una señal. Una excusa para hablar de la mujer que vivió 93 años en un mundo que evolucionó a un ritmo que no fue el suyo.
Hay algo que siempre me llamó la atención sobre mis elecciones de vida y mi familia, desde mucho antes de haber escuchado por primera vez el concepto de “constelaciones familiares” (práctica que aún no hice, debo aclarar). Desde siempre me asombró cómo las profesiones de mis antepasados se entretejieron hasta mi propio quehacer. Cómo laten debajo de cada una de mis pasiones.
Mi bisabuela Ana era fotógrafa. Había llegado en barco desde Hungría cuando era muy joven y, hasta casarse, se dedicó a sacar fotos y a revelarlas con una lámpara roja, que luego yo usé a mis casi veinte años para revelar en la bañera de mi casa los rollos con los que retrataba las calles de Buenos Aires. Dejó su profesión, a pesar de ser una pionera para la época, al contraer matrimonio con un hombre descendiente de los pueblos originarios con el que apenas se podía comunicar ya que ella nunca habló español. Aún así tuvieron tres hijas y estuvieron juntos hasta la muerte, como era socialmente esperable.
Mi abuela Amalia, la misma que falleció hace unos días, coloreaba fotos a mano, cuando aún la fotografía era en blanco y negro. Y era muy buena haciéndolo. Las retocaba, daba color a la piel, pómulos, labios, cabello, vestidos. Ella se enorgullecía al contar que la venían a buscar a Rafael Calzada desde Capital para entregarle las fotos y pedirles que las pinte. Un retoque similar y diferente a la vez al que luego yo misma haría en photoshop sesenta años después. Ella dejó de trabajar sin embargo apenas se casó, porque a mi abuelo no le gustaba que tuviera una profesión en lugar de dedicarse solamente a la casa.
Mi abuelo, Leandro, era un gran lector. Me transmitió su amor por los libros y la lectura, y aunque solamente me acompañó durante mis primeros trece años de vida, su huella fue tan indeleble que resultó clave para elegir mi profesión de editora. Me regaló los últimos tres libros de una colección justo un día antes de morir.
Mi papá escribe desde siempre. Estoy segura que son su ADN y su pasión los que me transmitieron el arte hermoso de darle vida a las historias a partir de la palabra escrita. A veces jugábamos a decirle palabras que él luego usaba para inventar un cuento o escribir una poesía.
Mi mamá es una maga de las finanzas. Jamás conocí a nadie capaz de optimizar tanto cada centavo, sobre todo en épocas duras. Me he sorprendido a mí misma mil veces reconociendo la misma habilidad frente a un excel eterno (editar no es solo trabajar con textos, hay mucho número detrás) o mirando la propia cuenta bancaria y los días que faltan para llegar a fin de mes y descubrir qué malabares hacer para que los números den.
Así, en mi múltiple tarea de escribir, fotografiar, editar, maternar, siento la sangre de todas las generaciones previas bailando en mis venas, alimentando mis pasiones, abriéndome caminos.
Pero hay algo más que mi abuela trasmitió de generación en generación, porque también lo vivió en carne propia y nunca pudo dejarlo atrás: el mandato del cuerpo perfecto, el marido en casa, el hombre en un pedestal, la mujer siempre tres pasos atrás, nunca delante.
Cuando me separé, lo primero que me dijo fue que baje de peso, así él volvía. Desde entonces, cada vez que la visité no hubo vez que no me diera consejos sobre cómo lucir para encontrar otro hombre con el que casarme, aprovechando que todavía era joven. “Es muy triste que te quedes sola”, “¿No se habrá ido porque trabajabas mucho?”, “Si te arreglás un poquito más seguro que encontrás otro marido”. Y lo último que me dijo: “Me da tanta pena morirme sabiendo que no estás con un marido que te ame tanto como me amó Leandro, es muy triste irme sabiendo que no podés ser feliz”.
Inútil explicarle que la mayor parte del tiempo soy tremendamente feliz, que el paso de los años me hace ser cada vez más amorosa conmigo misma y mis decisiones. Que en mi pareja nadie se fue, o los dos nos fuimos. Que me completan mil cosas, y el amor no está entre ellas, hoy al menos. Que no soy más o menos mujer por tener un hombre al lado. Que pueden existir otro tipo de vínculos.
Tengo que admitir que al principio intenté explicárselo, pero las últimas veces preferí directamente maquillarme con esmero para poder saltearme esa parte de la charla. Nunca me enojaron sus comentarios, sin embargo. Al contrario. Siempre me dio una pena infinita el hecho de que a sus más de noventa años cargara aún con tantos mandatos.
Ella misma se recriminaba no lucir bien en la vejez: la falta de maquillaje, el cabello sin tintura, las marcas en la piel le molestaban. El último tiempo se puso de novia con otro señor del geriátrico. Aunque mi abuelo murió hace treinta años, se sentía culpable por coquetear con alguien más, justo la última etapa de su vida. Le parecía que era serle infiel a su fantasma, que ya no era la viuda perfecta. Le daba culpa ser un poco feliz.
¿Qué sucede cuando los discursos sobre mantenerse flaca, esbelta, maquillada, depilada, peinada a la perfección atraviesan generaciones y generaciones de mujeres? ¿Qué pasa cuando se crece bajo el discurso de que estar sin pareja y ser feliz no son opciones compatibles, bajo la exigencia de amar bien y para siempre? ¿Cuánto cuesta por fin ser libres de la voz que ya está tan dentro de nosotras mismas que la sentimos propia cada vez que nos miramos al espejo?
A los nueve años me diagnosticaron escoliosis. Y hasta mis casi diecisiete, usé un corset plástico 23 horas al día. Cada seis meses, me paraba casi desnuda frente a un comité de médicos que analizaban cómo estaba mi espalda y opinaban sobre realizarme una operación que podía dejarme paralítica si no se hacía bien. Durante años traté de disimular el corset con ropa holgada, evitando el abrazo de amigos, el contacto. No podía respirar si corría, así que me lo tenía que sacar antes de hacer actividad física (me lo retiraba en el baño y una amiga lo llevaba envuelto en camperas hasta dirección, para que nadie lo viera).
Mi tortura principal no era la incomodidad de tener el tórax apretado en una faja de plástico rígido. No era no poder respirar. No era el calor espantoso que te hacía sentir en verano. Mi tortura era notar las caderas deformes que me dibujaba por debajo del pantalón, y que no iban a gustarles a ningún chico. El temor de quedar con una espalda doblada que me impediría conseguir pareja. Años y años de trabajo para sacarme el corset de la cabeza; incluso mucho después de haberlo dejado de usar en el cuerpo.
Cuando pienso en mi abuela, y en mi bisabuela, siento que vivieron encorsetadas toda la vida sin saberlo. Me alivia pensar que le estoy dejando a mi hija un mundo más libre, más abierto, aunque aún falte tanto -pero tanto tanto- por hacer. Y es que a veces, parecen tan añejos estos discursos cuando los ponemos en palabras. Cambió tanto el último tiempo, que por momentos resulta inverosímil haber estado en algún momento maniatada por estas exigencias. Y sin embargo, basta con pasear un poco por las redes para notar que siguen ahí, agazapadas a veces; mal disfrazadas, otras; tremendamente visibles, muchas. Por suerte, seguimos evolucionando.
Cuando mi abuela materna era una nena, la manteca se hacía batiendo la crema de la leche recién ordeñada. Para parir, ella o sus vecinas viajaban desde Rafael Calzada solas durante una hora, en tren, al hospital más cercano. En los bailes siempre esperaban a que el hombre las llevara a la pista. Los engaños se perdonaban y se escondían. Si eras decente nunca te quedabas sola con un hombre, siempre había una chaperona cerca. La mesa bien servida y la silueta bien conservada eran la manera de mantener al hombre en la casa.
La mujer no votaba. No se divorciaba. No era dueña de su propia fortuna. No era dueña de su cuerpo. No estudiaba: su deber era parir y criar hijos (lo deseara o no), mantenerlos vivos, apoyar al marido.
Mientras mi abuela Amalia tenía la suerte de enamorarse de quien luego sería su esposo, a mi abuela paterna, en cambio, la casaban a los 15 años con un sujeto que no conocía y al que jamás amó en su vida. Ambas vivían a poco más de una hora de distancia.
A veces es difícil recordar que la libertad que tenemos hoy fue porque muchas mujeres de cada una de las generaciones previas dijo “basta” y se rebeló ante lo que “debía ser” (no es el caso de mi abuela Amalia, está claro). Incluso cuando eso suponía enfrentarse a sus propias congéneres, discutir con otras mujeres incapaces de ver los hilos invisibles que las maniataban. Mujeres que pasaban a sus propias hijas las mismas ataduras que ellas padecían, que educaban a sus hijos para perpetuar la norma.
Mujeres encorsetadas.
Me pregunto cuántos de estos mandatos se me escapan, me resultan aún invisibles a pesar de formarme en el feminismo. Cuánto traspaso a la próxima generación inconscientemente. Cuánto hay todavía de la voz de mi abuela en mi propia voz que dirige mis movimientos frente al espejo cada vez que me preparo para alguna cita.
Pienso mucho en mis abuelas últimamente. En Amalia, que se acomodó al patriarcado. En Zulema, que tiró todo por la borda y optó por vivir a su modo, implicara lo que implicara. En la dificultad que supuso para ambas crecer en el mundo en el que crecieron. Ser mujeres nacidas a fines de 1920, principios de 1930. Pienso en las historias y los secretos de los que no hay registro, que mueren para siempre con ellas. Pienso en los miedos, las violencias sufridas e impuestas, el concepto del amor tan diferente al que hoy estamos construyendo. Pienso en mi mamá, que escuchó desde sus primeros días todos estos discursos y los fue desandando poco a poco hasta sumarse a las marchas de mujeres de las que yo formé parte.
Mi abuela supo ser una mujer hermosa, fuerte, intensa, caprichosa. Era una fiera. Tenía las manos bellas, la piel suave, la mirada inteligente. Fue la abuela que necesitaba para ser hoy la mujer que soy. Sus fallas me ayudaron a tomar decisiones. Sus prejuicios, a corregir los míos. Su amor, a crecer feliz incluso cuando mi vida fue tan distinta a la que ella soñó para mí.
Quisiera poder abrazar otra vez a mi abuela. Decirle que el mundo que dejó es un lugar bastante mejor que al que llegó. Y que aunque no haya sido nunca feminista, perdura en mí mucho de ella: el gusto por los detalles que suman belleza, la mano para la cocina, el placer de poner la mesa con mantel de tela y linda vajilla, el ojo para combinar colores, las flores en la casa y un par de canciones en húngaro que acunaron a mis hijos. Qué importa si estas cosas me hacen mejor o peor feminista. Su partida me deja una elección de vida: nunca voy a exigirle la perfección a otra mujer. Ni siquiera a ella. Ni siquiera a mí misma.
Al fin y al cabo, todas hacemos lo que podemos durante el tiempo que nos toca vivir.
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Verónica Chamorro. Es escritora, editora graduada de la Universidad de Buenos Aires, y egresada del Máster en Libros y Literatura Infantil y Juvenil de la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente es directora editorial de The Orlando Books y dicta talleres en los que acompaña a escritores en su proceso creativo. Ha publicado más de quince obras entre las que se destacan “Tobías y Perro “(Edelvives), “El gran partido” (Edelvives), “La piedra lunar” (Ralenti), y “La princesa que conquistó el desierto” (The Orlando Books), de reciente edición. Vive con su hija, su hijo, una gata y algunas lagartijas que se esconden entre las macetas del patio. Adora sacar fotos, pasear en bicicleta, bailar tango y viajar.