La presión cambiaria, el desorden monetario y fiscal y, al fin, la inestabilidad y la incertidumbre son un clásico en gobiernos cruzados por peleas de poder interminables, parecidos a desgobiernos y sin otro plan que no sea el de patear la pelota para adelante. Viene cantado, luego, que difícilmente pueda salir gran cosa de semejante conjunto.
Ningún acertijo: ese cuadro fue el que Sergio Massa recibió y se propuso dar vuelta seis meses atrás, cuando asumió la conducción del Ministerio de Economía con el manejo de toda la botonera de decisiones en sus manos, con ambiciones presidenciales y una aureola de salvador desde el principio exagerada.
Para empezar, anda en apuros con la prioridad de prioridades que se impuso al comienzo de su nuevo emprendimiento oficial, esto es, mantener a raya a los dólares financieros o paralelos y, en el mismo acto, apretar al mango la brecha entre ellos y el tipo de cambio oficial.
Tiene a su favor un par de antecedentes que se ha propuesto explotar: el diferencial cambiario del 120% que dejó Martín Guzmán a principios de julio y el cercano al 160% de Silvia Batakis a fines de julio. Pero todo el progreso de Massa ha consistido hasta ahora en correr la brecha hacia la zona del 100% o, más precisamente, hacia los alrededores del 108% que es como decir ninguna gran cosa de momento.
Los especialistas sostienen que el límite digamos razonable está en el 30% y que de ahí para arriba avanzamos hacia ganancias definitivamente desmesuradas. O si se quiere acá habituales, como las que logran amasar quienes pueden acceder al dólar oficial de $ 185 y, de alguna manera, transarlo alrededor de los $ 367 que cotizan algunos paralelos que usan las empresas.
El problema con brechas de esas magnitudes es que el tipo de cambio oficial suene a demasiado atrasado y, de seguido, que exista olor a devaluación y que haya quienes actúen en consecuencia. Nada raro, en este mundo nuestro súper entrenado en el arte de apostar al dólar.
Massa ensayó de entrada una movida audaz, si no directamente temeraria, para desinflar el globo, recuperar algo de la confianza en la Argentina rifada durante años y crear así las condiciones para bajar el riesgo país y reabrir las puertas del crédito internacional.
Como quien busca dar fe de buen pagador, el eje del operativo pasó por comprar bonos de la deuda externa baratos, con reservas del Estado y un cupo inicial fijado en US$ 1.000 millones.
Suena o sonaba lindo para la militancia desendeudadora, solo que se corría el riesgo de gastar, o malgastar, divisas escasas en operaciones que no necesariamente iban a cambiar de verdad el panorama exterior.
Por de pronto, no ha asomado ninguna reapertura del financiamiento externo sino una pérdida calculada de pique en US$ 350 millones y operadores avezados o avisados que, con el juego de los bonos, se hicieron de una ganancia rápida del 28% en un par de saltos.
El traspié no parece haber mellado, sin embargo, la fase dos de la movida: cerrar el préstamo de US$ 2.000-2.400 millones que Massa había empezado a negociar con un grupo de bancos extranjeros aún antes de asumir. Con un plazo de pago de seis meses renovable por otros seis, el crédito funcionaría de hecho como garantía en la recompra de deuda. O sea, oxígeno cuando más hace falta.
Detrás del objetivo de bajar el riesgo país corría la idea de achicar el costo financiero del préstamo mismo y coronar la movida. Pero como el riesgo país sigue donde estaba o unos puntos más arriba, la tasa de interés de la operación se mantiene en torno de un nada barato 15% anual en dólares.
Otro protagonista central de la película es el viejo dólar blue, que estimulado por las increíbles peleas de poder dentro del Gobierno, por la crisis económica y la desconfianza está como en su salsa.
De récord en récord, cotiza a $ 386, sube un 11,6% en enero que casi duplica a la inflación del 5-6% proyectada para el mes y ha estirado al 108% la brecha con el tipo de cambio oficial. Es nuevamente el rey del mercado.
El caso es que entre tanto batifondo el blue ha vuelto a ser uno de los parámetros que se utilizan para ajustar los precios y encima un parámetro que atrasa, lo cual equivale a decir que tiene por delante un buen espacio para crecer. Luz amarilla para el recién estrenado plan Precios Justos y la aspiración de arrancar los índices de algunos meses con un 3 en lugar del 4.
No es que el paralelo vaya recuperar el terreno perdido de un golpe, ni siquiera progresivamente. Pero estamos hablando de una moneda cuyo precio subió 68% el año pasado, nada menos que 27 puntos porcentuales menos que la inflación, una moneda que ha sido siempre un refugio ante la desvalorización del peso y que en este mundo que la rodea además luce barata.
Evidente: entre lo que le tocó de entrada y lo que consiguió por sus propios medios, o sea, entre lo mucho y lo escaso, el ministro de Economía no la está pasando bien.
Ahí entra nada menos que la pérdida de reservas o si se prefiere las dificultades para retener las divisas que ingresan. Es un problema serio en una economía que funciona muy atada a dólares que no genera en la magnitud de sus necesidades y más serio aún, si la perspectiva no pinta a mejoría.
Ha pasado que con los llamados dólares soja el Gobierno logró reunir un paquete de US$ 3.200 millones extra, al costo de bancar un fuerte y controvertido diferencial cambiario a favor de productores y exportadores, esto es, una devaluación a la carta. Y ha pasado, finalmente, que de los US$ 3.200 millones que se cosecharon quedó poco o nada en la caja del Banco Central.
Un ejemplo más de la misma especie o de una especie parecida ocurrió también el año pasado. Con la soja a la cabeza de lejos, las exportaciones del complejo oleaginoso-cerealero sumaron US$ 40.438 millones, una marca sin precedentes históricos.
¿Y cuánto de esa montaña de dólares quedó en las reservas del BCRA? Según las estimaciones privadas más frescas, quedaron alrededor de US$ 5.600 millones netos, esto es, menos de un mes de importaciones o bastante menos, si la referencia son los US$ 7.800 millones de agosto previos al guadañazo que les pegó Economía.
Ya rascando el fondo de la olla, hacia marzo vendrá el soja 3. Otro beneficio hijo de la impericia y un manotazo apurado por las reservas escasas, cobrarán quienes aún retengan producción en el campo así no resulte gran cosa.
Una salida a tiro consiste en seguir apretando el cepo que traba importaciones, después de meses de compras al exterior récord y de una política que por su propia discrecionalidad abre anchos márgenes de sospechas. En cualquier caso, ahí el efecto se llama enfriar la economía, justo unas cuantas actividades pegan la vuelta y han empezado a estancarse.
Evidente, nuevamente: nada de lo que hay a la vista facilita el Plan Llegar de Massa, así sea llegar a puro parche. Menos cuando todavía hay nueve duros meses hasta las elecciones y más cuando en lugar de gestionar con alguna eficacia, el Gobierno del que forma parte se comporta parecido a un rejuntado.
Las ambiciones políticas que lo llevaron a convertirse en un ministro clave, con poderes para otros envidiables, mandan seguir, igual que su autoestima y probablemente algunos compromisos asumidos con compañeros de ruta. Claro que en cualquier hipótesis o en todas las hipótesis, la realidad manda que Sergio Massa muestre pronto los resultados que sostienen sus aspiraciones a presidente.